domingo, 23 de abril de 2017

Ganadora del V Concurso de Relatos de Playa Blanca, categoría adultos

Ilustración de Mikel Casal

Coincidiendo con el día del libro, queremos celebrarlo con la publicación de los ganadores del V Concurso de Relatos Cortos de Playa Blanca, en esta ocasión vamos a empezar con la ganadora en la categoría de Adultos, ella ha sido Tere Perera, una amante de las letras que ya nos sorprendió con su verso y ahora nos vuelve a enamorar con su prosa. Espero que les guste tanto como le ha gustado a nuestro jurado.


La magia de un Faro

La lectura como acto de amor  (Luz Del Olmo)
Mi abuela no había querido ir a vivir a ningún otro sitio, así que optó por quedarse en el lugar donde había nacido. Era hija del ordenanza del faro y aquella isla, minúscula en sus dimensiones, había sido para ella un mundo inmenso.
No sé cuántas veces le  pedí:
—Abuela, ¡cuéntame cosas de cuando tú eras niña!  
Y comenzaba a hablarme con mucho entusiasmo de sus recuerdos.
  —Yo vivía con mis padres en una de las dos viviendas del faro. En la otra vivían el farero, su mujer y su hija. Como bien sabes, querida Tindaya, cuando me casé me fui a vivir al pueblo.
—Abuela —la interrumpí guiñándole un ojo y sonriendo— no te pregunto a qué pueblo, porque aquí en la isla no existe ningún otro.
—Me hice amiga de la hija del farero, que tenía mi misma edad —prosiguió mi abuela—. Su padre nos enseñó a leer, nos daba clases y ponía a nuestro alcance todo tipo de cuentos. Y no te imaginas cómo nos las ingeniábamos para subir por la escalera de caracol a lo más alto del faro, ya que su padre no nos dejaba. Cuando esa familia se fue de la isla porque habían automatizado el faro, dejó todos sus libros en la casa junto con la llave para que yo pudiera leer mientras mis padres hacían su trabajo. A diario, me llevaba los libros a mi habitación y me sentaba en una estera de hojas de palmera, los leía y los volvía a leer. Luego los colocaba otra vez en su sitio. Entre esos libros leí el de un pequeño príncipe, que me cautivó. Tindaya, todo esto que te cuento, me trae a la cabeza una frase de ese libro: Todas las personas mayores han sido primero niños.
También mi abuela había sido niña y yo la imaginaba correteando con su amiguita por aquel paisaje seco, casi desértico, escuchando día y noche el timple sonoro del mar.
Me crié con ella en el pueblo y, con los años, descubrí que su paciencia no tenía límites: me enseñó los trazos, me leía cuentos y, otras veces, se los inventaba. Miles de historias corrían sin parar por su cabeza. Aún recuerdo la de un lobo marino de carita tierna que, según me dijo, se acercó a la costa y todos corrían a verle; la de un pájaro que quedó prendado de la luz del faro e hizo su nido en lo más alto de la torre; la de una lapa majorera que no quería desprenderse de la roca; la del polluelo de pardela que no podía volar, y así muchos cuentos que aún parpadean en mi memoria. Ustedes no creerán que cuando me contó lo de los murciélagos que cuidan los libros en una biblioteca de Portugal, yo pensaba que la abuela se había vuelto majareta, pero es real como la vida misma.
De niña, algunas veces me encontraba entretenida mirando los cabosos en la charca. Ella no me perdía de vista y, al rato, se acercaba y me cogía  de la mano mientras me cantaba: "A correr a correr, es la hora de leer". Entrábamos en la casita, cogíamos el libro y nos sentábamos en el banco de piedra situado en el exterior. Me decía que dentro de los libros nos esperaban las palabras, que querían salir volando como vistosas mariposas para llegar cuanto antes a su destino. Con sus ojos, azules como el mar, desnudaba los libros completamente. Las palabras eran granos que brotaban de su boca  y empezaban a germinar repletos de magia. Las tardes de lectura con mi abuela no las cambiaba por nada. Y, ¡cómo nos reíamos a carcajadas con La cabra cabreada, de Gloria Fuertes, por haberse comido el  bonsái de su dueño! Me leía un ratito cada día y, más adelante, cuando ya aprendí, yo también leía. No hacerlo era como saltarme las horas de juego o el refrescante baño en aquellas aguas turquesa en pleno verano.
—Abuela, ¿recuerdas cuando hacíamos de posaderos y manteábamos aquel muñeco regordete  con un paño de cuadros azules y blancos que tenías guardado en la cómoda?
—¡Cómo no me voy a acordar! Sí, eso fue después de contarte el episodio de Sancho Panza con los posaderos: querías mantear al muñeco una y otra vez. Creo que lo teníamos más que mareado.
Todas esas anécdotas creo que aún las recuerdo porque mi abuela me las contaba una y otra vez, ya que es  imposible que pueda acordarme de tantas cosas.
Cuando terminé mis estudios en la isla Grande, me quedé trabajando en una oficina. Siempre tenía en mi cabeza a la abuela; ella me decía que no me preocupara, que estaba bien y que se sentía muy orgullosa de mí. Pero yo pensaba en ella y en mi pequeña isla. Recordaba las palabras del Principito que ella me repetía alguna que otra vez: Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante.
Con los años, una ceguera silenciosa —aunque no total—  causada por la diabetes le impidió disfrutar de uno de los placeres de su vida: la lectura.  La afectaba también en su vida cotidiana, en la que no podía desenvolverse con normalidad. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas pensando cómo podría ayudarla.
Y vi claro que yo le podría proporcionar precisamente las dos cosas que más le entusiasmaban y que más necesitaba en ese momento: mi tiempo y la lectura. "Como sea, tengo que leer para ella", me dije a mí misma. Y me comprometí a hacerlo. Pedí tres meses de excedencia en mi trabajo y me lo concedieron.
 Al regresar a la isla, vi a la abuela refugiada en su sillón, muy pensativa, con las manos juntas y los dedos entrelazados mientras movía los pulgares. Ya no tenía la sonrisa de antes. Al verme, me apretó entre sus brazos. En una esquina de la habitación se encontraba su bicicleta paralítica, esa que ella pedaleó durante mucho tiempo y que yo también usé muchas veces. Llevaba allí unos cuantos años. Viendo la realidad de su situación, ideé un plan: además de acompañarla, charlaríamos sobre momentos  pasados y de "sus cosas". Cada tarde le dedicaría un buen rato a la lectura de un libro en voz alta.
Sabía que, recientemente, una sala de la vivienda del faro se había convertido en biblioteca con los libros que dejados por el último farero, más otros que habían aportado escritores e instituciones. Así que me encaminé hacia el faro. Al entrar, noté el olor a humedad pero también el aroma a historias. La bibliotecaria, con un trato exquisito, me llevó a una sala, que era una de las habitaciones de la casa donde habitaron tiempo atrás los torreros destinados a trabajar en el faro. ¡Lástima que mi abuela no pudiese ver cómo había quedado! Paseé entre unas estanterías de libros ordenados y ojeé sus alegres lomos; al  fondo, vi algunas cerámicas que le daban a la sala un toque especial. Entre ellos, los ejemplares de algún farero y también los de hijos y nietos de otros. Unos poemas adornaban los espacios libres de la pared. Aquella biblioteca proyectaba una luz como si  se tratara de un faro encendido que ayuda, noche tras noche, a  los barcos que cruzan estas aguas.
Me decidí por un ejemplar de Josefina Plá, aquella escritora nacida en la isla,  que se fue a vivir al Paraguay. Se lo llevé a mi abuela, que lo cogió con cuidado y lo llevó a su pecho. A continuación, echándose hacia adelante, como esperando algo, me lo devolvió. Se quedó en silencio, aguardando mis palabras. Inicié la lectura y ella se fue sumergiendo en aquella historia fascinante. Fue entonces cuando me regaló su sonrisa llena de colores. Le comenté cómo había encontrado la biblioteca del faro. Y no paraba de preguntarme en qué sala habían instalado la biblioteca, si a la derecha o a la izquierda.
Pasados unos días, volvimos a hablar de la biblioteca del faro y noté en ella mucho interés: diría que quería visitarla... Mi cabeza no dejaba de pensar en ese deseo de mi abuela, mientras caminaba entre aquel curioso paisaje para llegar al otro extremo de la isla. Y pensé en cuánto tiempo ahorraría  si tuviese una bicicleta, ya que en toda la isla no se permitían vehículos a motor, salvo en casos muy especiales. La bibliotecaria iba y venía cada día, del puerto al faro, en su bicicleta. Y abandonaba la isla en el último barco. Le entregué el libro y le pedí que me enseñara todos los que tenían de esa autora.  Me comentó que también había otros de un nieto de uno de los fareros. Elegí dos y me encaminé hacia el pueblo.
Antes de sentarnos a leer, aquella tarde, quise que mi abuela estirara un poco las piernas mientras hablábamos.
—Abuela, ¿dónde quieres que vayamos hoy?
—Tindaya, al lugar que me gustaría ir, tú no puedes llevarme. Así que, caminaremos por aquí cerca —dijo mientras levantaba la mirada como quien quiere ver algo a lo lejos.
Le pedí que se agarrara de mí. El contacto con mi brazo le bastaba para desenvolverse con más soltura y juntas avanzamos por  las estrechas calles de arena y paseamos por los alrededores del pueblo, cuyas casas —blancas y de puertas azules— estaban organizadas como un puzzle mal  encajado. La luz del sol penetraba en las transparentes aguas turquesa, un poco más allá. No apartaba de mi mente la ilusión que le haría a mi abuela volver al faro, pero no sabía qué podía hacer para llevarla. Ese día, el mar frente al pueblo estaba en calma y en el puerto había muchos barcos pesqueros varados. Y,  de repente, me vino una idea a la cabeza, de manera que tuve que morderme la lengua para no gritar: "Ya lo tengo". Al pasar cerca de las rocas, percibimos el olor del pescado que los marineros habían tendido sobre las piedras. Continuamos caminando y llegamos cerca del embarcadero. Le dije a mi abuela que se sentara un momento a la sombra y me fui a hablar con uno de los trabajadores del barco que se encontraba atracado allí y que yo conocía bastante bien. Hablé con él y le hice un encargo. Luego, las dos regresamos a  casa.
Cada vez que se acercaba la hora de la lectura, veía a mi abuela más animosa. Como siempre, nos sentamos en el banco de piedra, que tenía unos cojines como respaldo. Mi abuela seguía siendo esa niña que esperaba su regalo cada tarde. Con la lectura parecía olvidarse de sus problemas, de su ceguera, de sus dolores y de todo. Escuchaba con atención lo que yo le estaba leyendo. Sonreía. Me cogía las manos y las acariciaba. ¡Y yo estaba tan feliz leyendo cada día para ella durante aquella hora!
Junto a esos ratos de entretenimiento, por supuesto, había otros que implicaban esfuerzo: ayudarla a preparar la comida, a ir al aseo, ayudarla a vestirse, acompañarla a la cama...
—Un día me iré para siempre y solo te quedarán mis recuerdos —me decía muy segura.
Ella sentía  mi cariño, aunque, en realidad, yo la adoraba. La recordaba algunos años atrás, fijando su mirada en el cojín de las rosetas mientras sus manos las elaboraban para luego enviarlas en aquel barco que araba las olas hacia la isla Grande o almidonando mis vestidos con aquellas planchas de hierro.
El día que llegó el encargo, y supo de qué se trataba, la abuela sonrió de verdad por primera vez después de mi llegada. Había encargado al trabajador del barco una bicicleta de segunda mano para dos. Sin yo decirle nada, vi como la abuela se arremangaba la falda e intentaba subirse. Ella se sentó detrás. Entonces iniciamos el sendero. Aunque el mayor esfuerzo recaía sobre mí, era superdivertido compartir aquella bicicleta y nos entró un ataque de risa cuando intentamos coordinarnos, porque a mi abuela le costaba, y mucho. Nos bajábamos y volvíamos a subir. Hacía mucho tiempo que la abuela no pedaleaba ni se reía a carcajadas. El alisio nos daba en la cara mientras disfrutábamos juntas de la sensación de pedaleo. Aquella vista me apasionaba; lástima que la abuela no pudiese verla con claridad. No le había dicho nada, pero ella sabía hacia dónde nos dirigíamos. Pedaleábamos con esfuerzo, lentamente, y cada vez avanzábamos un poco más.  Pero al  rato notamos que algo no iba bien. Nuestra ruta se interrumpió de repente, pues la cadena se quedó atascada. Por un momento pensé que quizá no había sido buena idea llevar a la abuela al otro extremo de la isla.
—Déjame a mí —dijo  ella muy dispuesta, bajándose de la bicicleta.
—Abuela, que tú no puedes.
Y estuve a punto de decirle que ella no veía bien.
—Hija, no te imaginas cuántas veces hice esto. No es la primera vez que la cadena atrapa el vuelto de mi falda.
No sé cómo, pero ella liberó su falda —algo deshilachada— de la cadena girando con mucho cuidado el plato y la rueda trasera,  y colocando de nuevo la cadena en su sitio. Se limpió después las manos grasientas en un clínex que le ofrecí y continuamos nuestro camino, como si fuéramos una sola.
Allí, en lo alto, se encontraba el faro. Al llegar al pie del promontorio, dejamos la bicicleta apoyada en una roca y subimos la cuesta caminando. En el patio nos recibió una bocanada de aire fresco, que llegaba del mar. Sus ojos se habían aguado y su voz era más frágil. La emoción la embargaba, pues esa era la primera casa que consideró como suya. Se frotó los ojos como si con ello pudiera verlo todo con claridad.
—Aquí fui muy feliz —dijo soltando un suspiro.
 En su cara se veían las arrugas de los años, que se le quedaron como un hermoso regalo, pero la veía segura. Contuvo la respiración y comenzó a andar sola por la sala. Tocó los libros con sus manos. La bibliotecaria se quedó mirando sin decir nada. Luego le ofreció sentarse en uno de los sofás, pero ella seguía rastreando el sonido de la vida de aquella sala convertida en biblioteca. Allí había recibido sus clases, allí había leído un montón de libros: aquel lugar era mágico y dejó de ir porque le quedaba lejos y ya no podía usar la  bicicleta. Pidió un libro a la bibliotecaria. Esta lo buscó y se lo entregó.
—Tindaya, pasa las páginas despacio—me ordenó entregándome el libro. Y así lo hice. Dentro descubrí el dibujo a bolígrafo de una niña.
—Abuela, pero... ¿quién hizo esto?
—Fui yo. No me irás a pelear ahora, que bastante reprimenda recibí del farero aquel día. Yo quería dibujarme al lado de la rosa para cuidarla cuando el Principito no estuviera.
Devolvimos el libro y sacamos otro que tenía un monje tibetano en la portada. Al salir, bajamos muy despacio, como quien se despide por última vez y no quiere alejarse. Dejamos atrás el faro y nos entregamos a continuar pedaleando. Mantuvimos el silencio casi hasta llegar al pueblo. La abuela parecía sobrecogida por los recuerdos de aquella casa.
Al poco tiempo de  esa hazaña, un día amaneció la isla con nubes muy oscuras. Y esa misma oscuridad penetró en la casa porque, al llegar la noche, la luna no deseó asomarse. La abuela en todo el día no quiso abandonar su cama. Sentí su fragilidad, su capacidad de movimiento se fue deteriorando a pasos agigantados y necesitaba mucho más de mi ayuda. Iba viendo cómo su vida se apagaba. Los últimos días intentaba imaginarla arrullándome con su voz, hablándome con ternura de lo que sintió Juan Ramón con la marcha de Platero.
No terminé de leerle el libro, porque dos días más tarde el destino quiso que tomara su barca y nos dejara. Yo continúe esa lectura en su honor al regresar a la isla Grande porque quería conocer cómo continuaba aquella estremecedora historia de Palden Gyatso, que tanto había intrigado a mi abuela.

        Ahora sé que, aunque se haya ido, seguirá siempre a mi lado, disfrutando a través de mí de la lectura. Solo desearía poder transmitir ese legado que a ambas nos hizo tan felices y del que aún sigo disfrutando siempre que un libro cae entre mis manos.
Tere Perera

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