viernes, 24 de marzo de 2017

Allí donde duermen los duendes


Desde hoy hay un nuevo ángel, nuestra querida maestra Esther Lidia nos ha dejado esta noche, ha partido dejando grandes y lindos recuerdos, nosotros queremos recordarla con uno de los relatos que escribió para el concurso. Ya en la primera convocatorio se animó a participar con la ilusión de una niña grande, que es lo que ella era, la Campanilla del CEIP Playa Blanca.
Desde aquí este pequeño homenaje, ella ya duerme con los duendes.


Allí donde duermen los duendes


“Ven conmigo al lugar donde duermen los duendes”


Se sentó a llorar, llorar y llorar, por los amores perdidos, por los sueños rotos, por todo aquello que el tiempo se había llevado de forma inexorable.

Cubrió su rostro con ambas manos, escondiéndose tal vez de la suave brisa que subía barranco arriba trayendo el aroma de la laurisilva. No quería que el mar de nubes fuera testigo de sus lágrimas, aquel mar que siempre le vio sonreír, cantar y feliz. El tiempo que todo lo cura le había traído del pasado el recuerdo de una historia inacabada, la memoria la visitó para decirle que al final tenía razón, pero ya era demasiado tarde…

Cuando salió del hospital sus pasos le llevaron a la casa de sus abuelos, allí en las medianías del norte de la isla, sentada en los escalones de la puerta principal fue donde rompió a llorar.

Sintió unas suaves manos acariciando su pelo, escuchó aquella voz tan familiar que antaño tantas veces la consoló… le susurró un “tranquilízate todo pasa…” y presintió que podría con aquello también.

Dos años atrás había roto la relación con su pareja, llevaban diez años juntos cuando un día él llegó a la casa y le lanzó un “ya no siento lo mismo que antes, el amor se ha acabado”. En ese instante le entró un ataque de risa, le sonó como un panfleto barato de culebrones, no podía parar de reír mientras él le miraba con cara de asombro. El esperaba una escena desgarradora donde ella le suplicaba que no le abandonase, o un llanto descontrolado, o un río de reproches acusándole que seguro que había otra, cosa que era realmente lo que sucedía. Pero jamás esperó ver como se partía de risa…

Sí, claro que todo pasa… gran verdad. Levantó la mirada y con sus brazos rodeo el cuello de Maitechu. Musitó un “gracias”, la abrazó con fuerza. La soltó suavemente. Maitechu se sentó a su lado, le preguntó con su acento suave y acompasado: - ¿Me contarás que es lo que está pasando?

Jimena miró al cielo y comenzó su relato:

- ¿Recuerdas el cuento que la abuela nos narraba cuando tus hijos y yo éramos pequeños? Nos hacía creer que allá por detrás de la Montañeta, cuando se ponía el sol y el cielo era naranja, los duendes iban a dormir allí… muchas veces en los atardeceres del verano dábamos largas caminatas buscando las setas donde dormían los duendes… era “la ilusión” lo que nos hacía buscar. Siempre fue la ilusión la que movió todos nuestros sueños, nuestras luchas, nuestras superaciones… la ilusión. Hoy al salir del hospital me di cuenta que la perdí hace tiempo. Que me la robaron las decepciones y los desengaños, pero sobre todo la que terminó por aniquilarla fue la traición.

Repitió la palabra traición despacio como si estuviese desvelando por primera vez su significado, su doloroso significado y sobre todo cuando viene de quien menos te lo esperas… Apretó con fuerza la mano de Maitechu y prosiguió. Ayer cuando Ana me llamó para informarme lo de su hermano mi mundo se viró del revés. Fui a verle al hospital se lo debía a su padre. Verle allí tumbado en la cama, derrotado, hundido…

Me costó mucho articular las primeras palabras, se me atravesaban en la garganta impidiendo que los sonidos brotaran en mis labios, sentí dificultad al respirar y una gran opresión anidó en mi pecho. Hacía más de treinta años que no nos veíamos. Solo llamadas telefónicas, mensajes y alguna que otra carta habían sido nuestros medios de comunicación en todos estos años. Quería preguntarle porque había pedido verme y lo único que le pude reclamar fue lo siguiente: “Fueron tanta veces las que me quedé esperándote sentada junto a una barca, a orillas del atlántico...que pasado el tiempo me di cuenta que realmente eras tú quien tenía que haber estado allí esperando... las olas que se van nunca más vuelven.... no me busque pues no me encontrarás... hasta los más paciente se cansan de esperar” pero no pude… las palabras que salieron de mis labios fueron “lo más duro para mí fue descubrir que solo me quedaba la venganza, esa que se sirve fría y despacio como quien teje un gran tapiz” y ni en mil años pensé que sería verte en una cama de hospital solo y desprotegido.

Maitechu la miró con cariño, le alentó a que siguiera desahogándose, a que aliviara su alma.

- ¿Sabes, qué me pidió?, se miraron, Maitechú asintió con la cabeza indicándole que siguiera. - Me rogó con los ojos suplicantes que le acompañase durante aquella noche, hasta que entrase en el quirófano, que necesitaba escuchar mis relatos, mis pequeñas narraciones llenas de seres mágicos y de historias disparatadas. En ese instante pensé, nunca abras puertas que cerraste para siempre, no despiertes fantasmas, a quien una vez te hizo llorar tanto solo le puedes pagar con olvido.

Pero decidí quedarme, acompañarle y volví a relatarle las historias de mis seres mágicos, le di la paz que necesitaba para afrontar sin miedo lo que a la mañana siguiente le esperaba.

Entraron en casa de Maitechu, se tomó un vaso de leche caliente, se tumbó en el sofá del cuarto de la tele y se sumió en un profundo y relajante sueño.

Cuando se despertó le pareció haber dormido días, semanas… pero solo habían pasado unas horas. Maitechu estaba en la cocina preparando la cena, se le acercó, la besó en la mejilla con ternura y gratitud. Comió un poco de pan con queso tierno recién hecho, se bebió una taza de café y se despidió de ella.

Volvía al hospital. Mientras conducía, bajando la carretera llena de curvas que la llevaba a la ciudad pensaba que le diría para despedirse para siempre. Había cumplido su promesa y ya no le debía nada, quería volver a poner distancia entre los dos. El tren de sus vidas ya había pasado y cuando ella se subió él se quedó en el andén, después cuando ella se bajó fue él quien se subió. Estaba claro que nunca harían juntos ese viaje.

Escuchaba la radio mientras conducía, la emisora sintonizada emitía música variada, de repente comenzó a sonar la canción de Morat, “Como te atreves”, sintió un escalofrío, parecía que el universo le animaba en su decisión, sonaban los versos “Cómo te atreves a volver. A darle vida a lo que estaba muerto…”, “Cómo te atreves a volver. Y a tus cenizas convertir en fuego…”.

Dejó el coche en el aparcamiento, cerca del ascensor. Compartió éste con un matrimonio joven que la saludó con una sonrisa. Salió del ascensor y para su sorpresa sentía tranquilidad, le acompañaba una paz que creyó perdida. Mientras se acercaba a la habitación donde se encontraba Rafa aceleró el paso, escuchó la voz de su amiga que hablaba en voz baja y reía con su hermano. Llamó a la puerta antes de entrar, asomó la cabeza y con una sonrisa solicitó entrar. Se fundió en un abrazo con su amiga, se adoraban, habían compartido tantas cosas juntas. Ana cogió su abrigo, se acercó a su hermano, le dio un beso y le abrazó con ternura. Le dijo – Te dejo en buenas manos, no te podrás quejar. Rafa le devolvió la sonrisa y le musitó: - Gracias, hermana. Se incorporó y saludó a Jimena.

Cuando Ana ya se había marchado, Jimena se sentó a los pies de la cama, lo miró y observó en sus ojos color miel una tristeza mezclada con culpabilidad que en parte la conmovió. Ella lo tranquilizó: - Me alegro mucho que al final todo haya salido bien, que solo haya sido un pequeño susto, que te vas a poner bien y que solo será un mal recuerdo. Ya mañana te podrás ir a tu casa y en unos días volver a llevar una vida normal. Solo debes cuidarte y llevar una vida sana.

Calló unos minutos, tiempo que a él se le hizo eterno, sospechaba que algo no muy bueno se avecinaba y quería poder pararlo pero no estaba en sus manos, esta vez no podría elegir.

Jimena expuso sus sentimientos de forma serena y firme: - Rafa, mañana me iré, saldré por esa puerta y no pienso volverte a ver jamás. He cumplido mi promesa, mi deuda está saldada. Hace treinta años tu decidiste que lo nuestro no valía la pena, y hasta diría que jugaste con mis sentimientos, las verdaderas razones de porque lo hiciste solo tú las conoces y sinceramente ya poco importa.

A medida que iba desgranando su discurso más fuerte y segura se sentía. Prosiguió: - Me destrozaste el corazón y me dejaste esperando llena de interrogantes y de inseguridades. El tiempo fue mi aliado para recomponer el puzle de mis sentimientos y emociones, ahora, treinta años después, no puedes llegar y volver a remover las cenizas de un fuego que ya se apagó. Yo ya no siento nada por ti, ni siquiera puedo ser tu amiga, la deslealtad se paga con olvido. Así que esta noche será la última, la despedida, ya no habrán más relatos ni seres mágicos…

Lágrimas asomaron a los ojos de Rafa, reconocía en su interior que se lo había buscado, que pagaba un justo precio por su soberbia y su desdén. Había aprendido tarde el valor de lo perdido. No había marcha atrás, ni segunda oportunidades… él solito se lo buscó. La comprendía y asumía su derrota. – ¿Te puedo pedir una cosa antes de que te vayas?, le suplicó. - Qué necesitas, preguntó Jimena.

Él susurró, casi suplicando, “duerme esta noche aquí, junto a mí, no quiero sentirme esta noche solo” Jimena se levantó, se acercó, él le hizo un hueco, se acurrucó a su lado, él le pasó el brazo y la acogió con ternura, como en el pasado… y con la música de la canción de Maná y Sakira “Mi verdad” de fondo, se quedaron dormidos juntos.

Con la luz de los primeros rayos de sol, Jimena se despertó, con sigilo se levantó, con cuidado para no despertarle, le besó en los labios, musitó “adiós”. Cogió su abrigo y su mochila y dirigió sus pasos hacia la puerta, se giró, le contempló por última vez, salió de la habitación, cerró lentamente la puerta y tras ella dejó su pasado para siempre.

Bajó al aparcamiento, subió a su coche, salió hacia la autopista y se dirigió hacia el norte, escuchaba a José Feliciano “No hay sombra que me cubra”. Sonrió, lágrimas de libertad corrían por sus mejillas. Pensó “iré a buscar el lugar donde los duendes duermen…”

Esther Lidia Hernández González






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