lunes, 20 de mayo de 2013

Nada que perder


Nada que perder


La habitación del hotel emana un olor a juego con el decorado, antiguo y rancio. Imilia empieza a sentir el estomago revuelto y nauseas, tan pronto una euforia le asalta como una ansiedad feroz se apodera de todo su cuerpo. Permanece inmóvil, junto a la ventana, sin despegar la vista hacia fuera, a la espera de cualquier silueta que pueda aparecer y memorizando las que distingue.  Una fila de coches aparcados, una verja rota, un perro a lo lejos no cesa de ladrar, y una farola encendida que alumbra la entrada a su habitación, que ella siente vacía, insegura y fría.

 Ahora camina de un lado a otro, le sudan las manos y las aprieta una contra otra, reza, camina y reza a lo largo de la estrecha habitación. Hay un reloj en la mesita cerca de la cama, un reloj que no deja pasar los minutos, parece que haya congelado tiempo. Se tumba por fin sobre la cama y se hace un ovillo. Coloca el reloj a la altura de sus ojos tratando de acelerar sus agujas  que se niegan a avanzar. Sus ojos le traicionan, acusan el cansancio de demasiados días,  comienzan a sellarse poco a poco, solo se resisten vagamente, hasta cerrase por completo dejándose llevar por un sueño muy profundo, un sueño que la cautiva por completo.

Se encuentra en un prado denso, repleto de flores violetas, amarillas, rojas, un paisaje muy familiar. A lo lejos un árbol característico le da la bienvenida agitando sus ramas al compás de una brisa suave, con olor a mar. Ha vuelto a casa. Se incorpora y corre, amarrándose el vestido con ambas manos, corre sin mirar atrás; se dirige hacia el árbol y lo rodea colina abajo y ahí esta, la vieja casa de madera, llena de parches, con el porche presidiendo. Se detiene y comprueba que la mecedora sigue ahí y él acunándose, corre a su encuentro. El levanta la vista y despereza sus ojos de una siesta tardía, dedicándole una mirada de bienvenida, sonriéndola, como si fuera ayer mismo. Le toma de la mano y la atrae hacia sí.
—¡Padre! —Exclama, al tiempo que rompe llorar y se esconde en su regazo— Lo siento padre, lo siento… Solloza sin cesar, lagrimas de rabia, llora por su mala suerte, por su descuido, llora como si por fin se deshiciera de tanto dolor. 
—Lo hice todo mal, no tuve cuidado, me la han quitado padre, ¡me la han quitado!
Sus palabras se agolpan una detrás de otra, una confesión manifiesta, un socorro que cae al vacío.
 —No estaba allí, la he buscado por todas partes. He trabajado mucho padre, desde que llegué, pero no les gusta la gente como yo, ni como usted, no les gusta la gente oscura y se la han llevado, se han llevado a Inés, a mi niña.  Tenía que haberla conocido, tiene los ojos de madre, verdes como nuestros prados,  bravos como el mar en invierno y sonríe todo el tiempo. Nunca llora, es mi alegría, mí vida, mis alas, siento que es lo único mío de verdad.
El detiene su rostro entre sus manos ásperas y ancianas, y le sonríe, como entonces lo hacía, con esa mirada cansada pero agradecida, la que ella siempre quiso guardar para sí y poder recordar el resto de su vida.
—Nunca debí haberme ido padre, nunca debí huir, debí haberme quedado y así no me la habrían quitado, pero no tenía nada que perder, y ahora mire padre; lo perdí todo.
 Vamos, vamos, deja ya de llorar, que tienes la cara hinchada como un melocotón. Ella percibe su olor a tabaco y menta; la envuelven.
—No hay que tener miedo al miedo hija, al revés, es un buena arma, si uno sabe como utilizarla. Debe agudizar nuestros sentidos, ponernos alerta; ayudarnos a ver salidas que aparecen ocultas ante nuestro pánico.  ¿Acaso sentiste miedo cuando huiste de aquí? Créeme nosotros si. “Debo sobrevivir” fue la nota que nos dejaste. Sentimos miedo por ti, por tu partida pero sobre todo, por que nosotros nos quedábamos, y marcaste la diferencia entre intentar subsistir y aceptar una vida injusta. Tú hiciste lo que nadie de nosotros nunca tuvo el valor de hacer y no me cabe la menor duda de que el miedo te acompaño todo el camino.
—¡Pero padre ya todo da igual! ¡Me la han quitado! Sus palabras se amontonan de nuevo.
 —Han pasado semanas desde aquel domingo, en el mercado, me la llevé como siempre pero había demasiada gente, el puesto estaba lleno y todo el mundo se empujaba entre sí. Yo no daba a basto y cuando quise mirar Inés no estaba. ¡Mi hija!, grité, pero no podía moverme entre tanta multitud, me quería morir padre, yo quería morirme e ir con ustedes. No paré de buscar se lo prometo, hasta dolerme los pies y el alma, no he descansado ni un momento desde entonces. Pasaron los días y no lo soportaba, se me hundía el pecho de ansiedad así que le di todo mi dinero a ese hombre, hasta el último céntimo, para que me ayudara a encontrarla. Qué importaba ya si no tenia donde dormir ni donde comer, si no la encontraba me iba a morir igual.
—Ayúdame a levantarme hija, ya estoy muy viejo y me duelen todos los huesos. Ella se incorpora y tira de el con energía. Entonces su cara pronuncia un puchero y le ruega con dulzura—: No se vaya padre, quedémonos aquí un rato más, como cuando era niña. Siempre quise traer aquí a Inés para que jugara en este porche como yo lo hice, y viera los cerezos en flor que parece se visten de boda. Se desprende de ella y camina lentamente hacía el interior de la casa. Antes de desaparecer susurra—: Y lo harás pequeña mía, descuida que lo harás.

 Las manos de Imilia están entrelazadas y se despierta de su propia fuerza, abre los ojos y la almohada está empapada. Se ha apartado de la realidad durante unos minutos. Pero la realidad ha vuelto e Inés, no está ahí. Corre a la ventana y fuera todo sigue igual, una fila de coches aparcados detrás de una verja rota, un perro que ya no ladra y una farola encendida que alumbra la entrada de su puerta siempre desierta, húmeda y oscura, como esa noche que parece no terminar nunca. Se acurruca bajo la ventana. Sus dedos acarician un pequeño peluche desgastado que guarda en el bolsillo de su mandil, el mismo que llevaba hacía semanas, manchado de trabajo de muchas jornadas. En el otro bolsillo un billete y monedas, todo lo que le quedaba, todo lo que aquel hombre le dejó conservar del dinero que acepto para ayudarla.
—Nombre
—Imilia Salinas
—Emilia
—No, Imilia; Mi madre no sabía leer ni escribir y tampoco oía muy bien, ella siempre escuchó Imilia en vez de Emilia y es el que me puso.
Ante su comentario, no pudo menos que sonreír. Miró dentro de un sobre, sin contar el dinero su voz áspera retumbó.
— ¿Esto es todo lo que tienes? ¿Con esto quieres que encuentre a la cría? Lo cerró y le dirigió una mirada rendida.
—Con esto no tengo ni para empezar, teniendo en cuenta que es probable que ahora este en un barco atravesando el atlántico…
—Es todo lo que tengo. —Le interrumpió.
—Pues no esperes mucho, mejor no esperes nada. Tramito permisos, os saco de algún lío, y pillo ladronzuelos; pero esto ya es más grave, esto es tema de la policía, y más aun con esta limosna.
 –He venido aquí porque me han dicho que usted podría ayudarme, si no puede dígamelo y  me vuelvo al puerto.
Lo que no sé, es como no te han trincado ya, olisqueando a cada turista que se sube a un barco y con esas pintas de pordiosera. Imilia reparó en su aspecto; avergonzada se arregló el pelo y sacudió su la ropa. El la observó y no vio mas que a una niña, una niña que ha crecido a trompicones y ha visto más de lo que debería. Enseguida imagino su historia, como muchas que ya conocía, historias olvidadas de personas olvidadas, desmadejadas y sin brillo en la mirada robado por una suerte caprichosa de haberlas elegido para jugar con un destino sin futuro aparente, más allá de pasarse la vida mendigando y suplicando, dejando atrás un país con un porvenir menos prometedor aún que el encontrado.
—Deja eso ahí anda, y ya veré lo que puedo hacer, vuelve en una semana. —Repuso
—Si señor, muchas gracias señor, por favor encuéntrela. Antes de cruzar la puerta la detiene.
—Espera, donde vas a ir, si estamos en medio de la nada. Quédate con algo para que puedas salir de aquí antes de que me arrepienta.

Los días pasaron lentos y pesados para Imilia
—Me dijo una semana.
—Ya, ya veo que sabes contar los días, siéntate.
—No, estoy bien así gracias.
El la observo aun más flaca y desaliñada que la ultima vez.
—No hay nada seguro, con la limosna que me diste solo pude comprar rumores, y me sorprendería que fueran ciertos. Mi teoría es que esa niña habrá zarpado de nuestras costas hace tiempo, pero ahí va: hay una casa, no lejos de aquí,  Rivaonda se llama el pueblo, a 32 km, una casa a las afueras con fachada amarilla y puede ser que tu hija se encuentre ahí.
Sintió que le fallaban las piernas e improvisó un asiento en un escalón del despacho.
—¿Y como voy hasta allí?
—Eso ya no es asunto mío, a partir de hoy nada tuyo es asunto mío. Te advierto que ni es seguro que este ahí, ni deberías ir sola. No se nada de esa gente, más que los dueños son los mismos que cuando se construyó. Mi último consejo: ve a la policía y que ellos se encarguen.

El dinero sigue en uno de sus bolsillos y el peluche de Inés en el otro. El reloj marca las cinco de la mañana, por fin va avanzando. Aun quedan dos horas, dos horas de anhelo, y dos horas de agonía. A través de la ventana un fila de coches aparcados, una verja rota, un perro dormitando y una farola encendida que alumbra la entrada a una habitación llena de dudas, miedo, y espera.  

“Creo que no mentía, o sí...”, los pensamientos le asaltan y le nublan por completo “Cuando me abalancé sobre él, su expresión le delató pero yo creo que no mentía, Dios mío que no mintiera…”

Llego a pie, y llego aturdida, el miedo de una mano y la esperanza de otra. Permaneció largo tiempo sentada en la plaza de Rivaonda, sin tener la más remota idea qué hacer. La noche estaba cayendo, al final de la avenida principal de baldosas irregulares empezaba una subida empedrada, que desdibujaba el camino y a lo lejos una casa de paredes amarillas. La podía ver desde allí sentada, desde la mismísima plaza, y allí podía estar Inés. Se estremecía como cada noche desde que desapareció, cuando los fantasmas aparecen y se las apañan para deshacer la calma. La noche todo lo tuerce, uno pierde el sentido y ahora con más razones que nunca. Trataba de evadir los pensamientos que se cruzaban por su cabeza, solo la imagen de Inés teniendo miedo, frío o hambre le torturaban hasta terminar con su cordura. Y esa falta de cordura fue la que le hizo abalanzarse sobre aquel anciano que caminaba con prisa atravesando la plaza, cuando ya casi nadie quedaba en las calles y todo el mundo corría a refugiarse del frío húmedo que presentaba la noche.
—¡Por favor tiene que ayudarme!
El personaje no daba crédito, su expresión se descompuso al ver a la chica tendida a sus pies, lloriqueando, con aspecto abandonado; parecía una niña pequeña totalmente abandonada.
—Tiene que ayudarme me han dicho que está allí, en aquella casa.
Una mano señalaba la oscuridad ya presente y la otra no soltaba el pantalón del individuo.
—Tiene que acompañarme, por favor, a mi sola no me la darán, debo ir con alguien, si aviso a la policía se estropeara todo, yo llamaré después y lo contare, cuando ya no puedan alcanzarme; pero por favor, tenemos que ir ahora, ¡tenemos que ver si esta ahí! Le prometo, no se como, que se lo pagare, por favor venga conmigo  —le rogó.
Balbuceaba entre sollozos, apartando la vista para no ver la expresión de aquel hombre, para no encajar un rechazo, su baza estaba echada y ella lo sabía.  Aquel hombre se agachó a su altura y le ayudó a incorporase. No hablaba, ni una palabra. Cruzó con ella la plaza y se adentraron al abrigo de un café a punto de cerrar sus puertas. El hombre seguía sin articular palabra y ella observaba su silencio, intentando analizar el porque de esa conducta tan extraña.
—Qué va a hacer, ¿llamara usted a la policía?
 Le condujo hasta una mesa y una vez sentados por fin habló. Primero pidió algo de beber y luego se dirigió ella.
—Voy a ayudarte, pero primero tendrás que escucharme.
Ella dejó de llorar y asintió a la vez que se llevaba las manos al pecho en gesto de agradecimiento.
—No me des las gracias pues es probable que cuando termine de hablar me odies —le explicó—, Pero ya todo dará igual. No puedo imaginarme por lo que habrás pasado, solo te pido unos minutos para contarte una historia; mi historia, la historia de amor que fue mi vida y después, cuando termine podrás decidir que hacer. Te pido que me escuches y que confíes en mi palabra, después como te he dicho todo habrá terminado y tú serás quien decida.

Imilia no ocultaba su asombro y por fin cierra la boca que había olvidado abierta de puro asombro. Se incorporó en la silla y escuchó, sujetando su vaso con ambas manos y sin derramar ni una lagrima más, atendió toda la historia de principio a fin; una historia dura, y triste, una historia de valor, pero sobre todo de amor. Las palabras de aquel hombre inundaban el café y narraban su vida llena esfuerzo y de logros, de calidez y de esperanza, sobre un joven que lucha en guerra de otros y salva su vida y las de otros; sobrevive al amparo de una fotografía, la imagen de de una mujer amada cuya promesa de volver con ella otorga valentía y fuerzas para seguir adelante. Un amor, que le valió para vencer mil batallas en la vida excepto una, la única batalla que no pudieron vencer juntos y se llevo a lo que mas querían, la perdida de una niña que abrió un abismo entre dos que antes eran uno y que les hundió en el más profundo pozo de locura. Un hombre que luchó pero no consiguió rescatarla de esa demencia que pareció haberse instaurado en el vació que dejó la niña, el vacío de una vida sin vida, al que su amor se dejó caer.
Perdió a su ángel y después a ella, su corazón, Sofía.
—Y ahí entras tú.
Hizo una pausa,  bebió un trago de café y siguió relatando su historia. Imilia le seguía escuchando, ahora con la mirada altiva y desconfiada. Un cúmulo de emociones y presagios desbordaban su cabeza.
—Fue una mañana cualquiera de un domingo cualquiera, como otro día cualquiera en el que Sofía no tenía nada que perder, cuando vio aquella pequeña en su cunita improvisada, a los pies de aquel puesto de fruta, en aquel mercado atiborrado de gente.  No fue consciente de pura inconsciencia que se llevaba el corazón inocente de un bebé de ojos verdes y dejaba otro destrozado  en aquel puesto de mercado.
El anciano poso sus manos en las manos de Imilia y ella las rechazó desconfiada.
—Las locuras de una mujer solo otra puede entenderlas —afirmó— y no perdonarlas pues no te pido que lo hagas. Desde aquel día no he dejado de esperar la llegada a mi casa de cualquiera que nos la quitara de vuelta y nos llevara de nuevo al infierno, así que estoy preparado para todo lo que pueda venir. Ya estoy cansado de tener miedo; pero encontrar en Sofía ese brillo de vuelta en sus ojos…—hizo una pausa, y suspiró— verla tan feliz estas últimas semanas,  hará que nuestro final sea el más dulce… a costa del sufrimiento que tú has pasado.
Imilia cubre su cara con ambas manos y niega con la cabeza.
—No teníais derecho…—replica— ¡devuélvela!, devuélvemela...

Una historia, una promesa y un vacío, le dejan sola en aquella habitación a la espera de que en unas horas, justo antes de que amanezca él se la lleve de vuelta. A riesgo de una mentira, a riesgo de que escapen con ella;  una promesa a cambio de ningún perdón, de cualquier consecuencia que recaiga y será enteramente asumida.
A las siete de la mañana, ni un minuto después, cuando haya amanecido yo la traeré a esta misma habitación y volveré a casa, no nos moveremos de allí y tú podrás decidir que hacer con nuestro destino, te lo prometo”.

La luz comienza a hacerse sitio dentro de la vieja habitación, irrumpe descarada a través de la ventana, descubriendo minúsculas motas de polvo que viajan distraídas a cámara lenta.  Esta vez se acerca a la ventana de cuclillas, se incorpora lentamente con el cuerpo pegado a la pared y asoma la cabeza levemente, su corazón golpea el pecho desaforadamente, pudiendo escuchar ella misma su palpitar retumbando a su alrededor. Una fila de coches aparcados, una verja rota ahora color rojo oxidado, un perro que vuelve a ladrar a lo lejos, y una farola aún encendida que mezcla su luz con la claridad del día. Súbitamente su cuerpo se desploma al suelo al escuchar un estruendo en la puerta.
 —¡Abra! —Golpean la puerta— ¡abra la puerta! Mira el reloj: las siete y diez minutos.


Mónica Montes

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