viernes, 18 de noviembre de 2011

Aquella Biblioteca.

El mapa de todos los tesoros, la llave de todos los secretos, está en una biblioteca.

El primer recuerdo que tengo de una biblioteca no es probablemente de la primera biblioteca en la que estuve. La que recuerdo no es una biblioteca de colegio, ni una estantería en el salón de mis padres, no, la biblioteca que recuerdo era una cueva mágica, más mágica que la de Alí Babá y sus cuarenta ladrones.

Y digo una cueva porque era un sótano, y digo mágica porque contenía tantos tesoros, todos los tesoros del universo, todos los cuentos, misterios e historias que alguna vez alguien había contado. Cómo podía ser que yo no la hubiera encontrado antes.

Siempre había habido libros en mi casa, pero eran “libros de padres”, eran lomos de color y olor a viejo que completaban los muebles, casi ocultos detrás de los portarretratos, estorbando para limpiar el polvo. En el cole nos hacían leer pero, uf, a mi no me apetecía leer porque alguien me lo impusiera, leer así era aburrido. A mi me gustaban los tebeos, mortadelos y zipizapes que mi madre me compraba cuando me portaba bien al visitar al médico. Tendría unos ocho o nueve años.

Nos cambiamos de ciudad y en la nueva encontré, entre paseos en bicicleta en busca de un helado en aquel verano que recuerdo tan caluroso, un edificio gris, feo y rocoso como un bloque gigante de granito, en mitad del parque donde jugaba a esquivar árboles o a dejarme las rodillas contra ellos, según la pericia al manillar que tuviera cada día. Se llamaba Casa de Cultura. Y no sé por qué me dio por entrar.

Había un salón de actos, un teatro enorme, el más grande que jamás había visto, teniendo en cuenta que no había visto ninguno antes, creo yo, pero estaba vacío. Un letrero de color, no sé, puede que amarillo, indicaba que abajo, más allá de la escalera que se perdía tras un rellano en ele, estaba la Biblioteca. ¿Una biblioteca en un sótano? Bajé. Y empujé sus puertas dobles. Y una señora de gafas apenas levantó la vista para mirarme y señalar un cartel pegado a la columna: “En la Biblioteca guarde silencio”.

¡Uau, un lugar dónde no se podía hablar! Sólo leer, hojear, buscar, investigar, elegir entre miles de libros, ¿miles? ¡Millones! ¡No cabía ni uno más! Había tintines y Astérix a montones, había libros más finos y con dibujos, otros más serios pero cuyos títulos me recordaban con fuerza a películas y series de la tele. Tarzanes, islas con tesoro, mosqueteros, viajeros a la luna y hasta al centro de la tierra. Había un rincón de detectives, con sombrero raro y pipa, y también encontré aventuras en países de los que ni conocía el nombre, descubrí monstruos marinos y submarinos, terrestres y voladores.

Había mucho, tanto, que supe enseguida que se necesitaría mucho tiempo para leer todo aquello, y me pregunté si alguna vez alguien lo habría hecho. Supuse que no, claro, que era imposible, pero sin embargo había gente intentándolo. Había muchas mesas como las de mi cole y la mayoría ocupadas. Había hasta niños de mi edad, aunque aún no los conocía porque no había empezado el colegio.

Aquel lugar era increíble, y era todo para mí, para mí cualquier día de la semana, a cualquier hora, gratis y por todo el tiempo que quisiera mientras lo devolviera después en buen estado. ¡Y sólo tenía que sacarme un carné!

Al día siguiente regresé con las fotos y mis datos apuntados en un pedazo de papel que le entregué a la señora de gafas. Recuerdo mis nervios, porque fui solo. Lo primero que firmé en mi vida, fue el carné de la biblioteca.




Casi ha pasado un cuarto de siglo, y no concibo un lugar sin biblioteca. Sin ese espacio para sentarse a escribir, a leer, a hacer los deberes, a compartir los apuntes. Sin ese rincón donde encontrar enciclopedias, diccionarios de todos los idiomas, mapas de todas partes. Sin el testimonio de la historia, de las biografías de personas de las que aprender. No concibo un lugar sin libros al alcance de todos.

Tal vez por haber pasado tanto tiempo entrando y saliendo de una u otra biblioteca, hojeando, tomando y devolviendo libros de cinco en cinco, daba por sentado que era algo a lo que todos, niños y niñas, mayores y pequeños, estudiantes o jubilados, teníamos derecho.

Un pueblo nace y crece por su cultura, y tenemos la suerte de poder guardar la cultura en los libros. Pongamos la cultura en las manos de la gente de Playa Blanca.


Miguel Aguerralde, maestro y escritor.

1 comentario:

  1. Ay Miguel .... Cuántas sensaciones en el interior de una mágica biblioteca me has hecho revivir. Es el imán, que como a tí, siempre me ha llevado a las estanterías, a sus portadas, a sus títulos, a sus lomos perfectamente catalogados y a ese mundo de aventuras, de imaginación, pensamiento y tantos otros términos que conforman y crean nuestra CULTURA. Nuestra vocación de docentes nos lleva por la senda del buen entendimiento, siempre.

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