Sobre el
gánigo resquebrajado
de
tu piel
está
tallado el sorondongo
de tu vida zurcido
con diversos colores:
ocres
salpicados
de verde,
rosáceos,
rojizos,
celestes, pardos, grises y negros.
Si como
un alcaraván
pudiera
volar
escucharía
el afligido lamento
de Zonzamas
escondido
en su soledad,
entre sus
pétalos de flor.
Sabor a
sábanas de rofe.
A silencios.
Cerca, el
jable,
incansable
corredor
trata de
llegar a la meta
rompiendo
el viento con su cara.
Atraviesa
con rapidez tu cintura .
En
su frente,
una
diadema de barrilla.
El
volcán. Tu volcán
escupiendo
con fuerza semilleros
de
columnas:
trapos en
llamas
desgajados
teñidos
de ruidoso murmullo:
rojo
escarlata,
dorados
bergamota.
Envueltos
en chispas de oscuridad,
sepultan
sin piedad tu piel de pírgano
recién preñado.
Órbitas
salientes,
harapos
de tragedia y negrura
trotan
sedientos sobre las ardientes cenizas,
se
eclipsan en busca de tamarcos
de
esperanza
con genas
rebosantes
de miedo
en la
espalda.
El
vestido hirviente
se
despereza en tu cuerpo
y
libremente
se estira
por las
vetas de los barrancos.
Te roza
afanoso. Escuece.
Las isas
y folías de sol
y de viento
descalzo
lo van
bordando con calados
y festones ásperos,
encordados,
negros.
A los nuevos ojos,
hoy,
ese negro volcán
sonríe,
ya no
hunde sus afilados
jirones retorcidos
en tus ojos,
respira, late,
deja
transitar el aire
por sus
parajes.
Crecen,
en su traje nuevo,
seguidillas
dibujadas con ternura,
que se
entrelazan a las rosetas
de líquenes
multicolores.
Los
campesinos
remiendan
tu atuendo de picón
con palas,
puntadas
de cepas
arropadas
con socos
de piedra seca.
Tañe tu
corazón
sobre la
mantilla calada.
Habla La
Geria.
Airea
sombreras de aliento.
Manrique posó sus vivarachos ojos
en
tu lienzo.
Descorrió
el velo.
Largos
tubos volcánicos
de timples y guitarras,
jameos,
burbujas
eufóricas.
Curvaturas
naturales, transformadas
en
elegantes auditorios subterráneos.
Entre las
Salinas
el
amanecer se despereza
en tus
pupilas
y respira
el amable aroma añil
regalándole
un guiño
a la
rosada mañana.
Pechos
rebosantes
de salino calostro,
acostados
mirando al sol,
presumen
ante las antiguas montañas
que los
abrazan.
Misteriosa
blancura
enredada
entre la voz del poeta
salinero.
Elegantes,
vigorosas palmeras,
brazos
largos que mueven
sus manos
abiertas
teñidas en savia,
señalando
el sendero.
Colgado
de su cuello
una
gargantilla
de dulces támaras.
Sus
raíces se estiran
para no
perderse el baile
de la malagueña
que
parsimonioso asoma
entre la cestas
confeccionadas con sus manos.
El
cernícalo que se aloja en su copa
desgrana
el racimo de sus sueños
anaranjados.
Busca su sombra
una lagartija
completamente desnuda.
Se
sumerge en historias
dormidas
entre los teniques.
Descubro
el silencio.
Abro los
ojos
y siento
tu mirada.
¡Cómo
atesorar la
emoción,
isla mía,
de
sentirme resguardada
entre las
aguas de tu vientre
poético!
A Lanzarote. Mi isla
Tere Perera
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