Nada que perder
La habitación del hotel emana un
olor a juego con el decorado, antiguo y rancio. Imilia empieza a sentir el
estomago revuelto y nauseas, tan pronto una euforia le asalta como una ansiedad
feroz se apodera de todo su cuerpo. Permanece inmóvil, junto a la ventana, sin
despegar la vista hacia fuera, a la espera de cualquier silueta que pueda
aparecer y memorizando las que distingue. Una fila de coches aparcados, una verja rota,
un perro a lo lejos no cesa de ladrar, y una farola encendida que alumbra la
entrada a su habitación, que ella siente vacía, insegura y fría.
Ahora camina de un lado a otro, le sudan las
manos y las aprieta una contra otra, reza, camina y reza a lo largo de la
estrecha habitación. Hay un reloj en la mesita cerca de la cama, un reloj que
no deja pasar los minutos, parece que haya congelado tiempo. Se tumba por fin
sobre la cama y se hace un ovillo. Coloca el reloj a la altura de sus ojos
tratando de acelerar sus agujas que se
niegan a avanzar. Sus ojos le traicionan, acusan el cansancio de demasiados
días, comienzan a sellarse poco a poco, solo
se resisten vagamente, hasta cerrase por completo dejándose llevar por un sueño
muy profundo, un sueño que la cautiva por completo.
Se encuentra en un prado denso, repleto
de flores violetas, amarillas, rojas, un paisaje muy familiar. A lo lejos un
árbol característico le da la bienvenida agitando sus ramas al compás de una
brisa suave, con olor a mar. Ha vuelto a casa. Se incorpora y corre, amarrándose
el vestido con ambas manos, corre sin mirar atrás; se dirige hacia el árbol y
lo rodea colina abajo y ahí esta, la vieja casa de madera, llena de parches,
con el porche presidiendo. Se detiene y comprueba que la mecedora sigue ahí y él
acunándose, corre a su encuentro. El levanta la vista y despereza sus ojos de
una siesta tardía, dedicándole una mirada de bienvenida, sonriéndola, como si fuera
ayer mismo. Le toma de la mano y la atrae hacia sí.
—¡Padre! —Exclama, al tiempo que rompe
llorar y se esconde en su regazo—
Lo siento padre, lo siento… Solloza sin cesar, lagrimas de rabia, llora
por su mala suerte, por su descuido, llora como si por fin se deshiciera de
tanto dolor.
—Lo hice todo mal, no tuve
cuidado, me la han quitado padre, ¡me la han quitado!
Sus palabras se agolpan una
detrás de otra, una confesión manifiesta, un socorro que cae al vacío.
—No estaba allí, la he buscado por todas
partes. He trabajado mucho padre, desde que llegué, pero no les gusta la gente
como yo, ni como usted, no les gusta la gente oscura y se la han llevado, se
han llevado a Inés, a mi niña. Tenía que
haberla conocido, tiene los ojos de madre, verdes como nuestros prados, bravos como el mar en invierno y sonríe todo
el tiempo. Nunca llora, es mi alegría, mí vida, mis alas, siento que es lo único
mío de verdad.
El detiene su rostro entre sus
manos ásperas y ancianas, y le sonríe, como entonces lo hacía, con esa mirada
cansada pero agradecida, la que ella siempre quiso guardar para sí y poder
recordar el resto de su vida.
—Nunca debí haberme ido padre,
nunca debí huir, debí haberme quedado y así no me la habrían quitado, pero no
tenía nada que perder, y ahora mire padre; lo perdí todo.
—Vamos,
vamos, deja ya de llorar, que tienes la cara hinchada como un melocotón. Ella
percibe su olor a tabaco y menta; la envuelven.
—No hay que tener miedo al miedo
hija, al revés, es un buena arma, si uno sabe como utilizarla. Debe agudizar
nuestros sentidos, ponernos alerta; ayudarnos a ver salidas que aparecen
ocultas ante nuestro pánico. ¿Acaso sentiste
miedo cuando huiste de aquí? Créeme nosotros si. “Debo sobrevivir” fue la nota
que nos dejaste. Sentimos miedo por ti, por tu partida pero sobre todo, por que
nosotros nos quedábamos, y marcaste la diferencia entre intentar subsistir y
aceptar una vida injusta. Tú hiciste lo que nadie de nosotros nunca tuvo el
valor de hacer y no me cabe la menor duda de que el miedo te acompaño todo el
camino.
—¡Pero padre ya todo da igual!
¡Me la han quitado! Sus palabras se amontonan de nuevo.
—Han
pasado semanas desde aquel domingo, en el mercado, me la llevé como siempre
pero había demasiada gente, el puesto estaba lleno y todo el mundo se empujaba entre
sí. Yo no daba a basto y cuando quise mirar Inés no estaba. ¡Mi hija!, grité, pero
no podía moverme entre tanta multitud, me quería morir padre, yo quería morirme
e ir con ustedes. No paré de buscar se lo prometo, hasta dolerme los pies y el
alma, no he descansado ni un momento desde entonces. Pasaron los días y no lo
soportaba, se me hundía el pecho de ansiedad así que le di todo mi dinero a ese
hombre, hasta el último céntimo, para que me ayudara a encontrarla. Qué
importaba ya si no tenia donde dormir ni donde comer, si no la encontraba me
iba a morir igual.
—Ayúdame a levantarme hija, ya
estoy muy viejo y me duelen todos los huesos. Ella se incorpora y tira de el
con energía. Entonces su cara pronuncia un puchero y le ruega con dulzura—: No
se vaya padre, quedémonos aquí un rato más, como cuando era niña. Siempre quise
traer aquí a Inés para que jugara en este porche como yo lo hice, y viera los
cerezos en flor que parece se visten de boda. Se desprende de ella y camina
lentamente hacía el interior de la casa. Antes de desaparecer susurra—: Y lo harás pequeña
mía, descuida que lo harás.
Las manos de Imilia están entrelazadas y se
despierta de su propia fuerza, abre los ojos y la almohada está empapada. Se ha
apartado de la realidad durante unos minutos. Pero la realidad ha vuelto e Inés,
no está ahí. Corre a la ventana y fuera todo sigue igual, una fila de coches
aparcados detrás de una verja rota, un perro que ya no ladra y una farola
encendida que alumbra la entrada de su puerta siempre desierta, húmeda y oscura,
como esa noche que parece no terminar nunca. Se acurruca bajo la ventana. Sus dedos acarician
un pequeño peluche desgastado que guarda en el bolsillo de su mandil, el mismo
que llevaba hacía semanas, manchado de trabajo de muchas jornadas. En el otro
bolsillo un billete y monedas, todo lo que le quedaba, todo lo que aquel hombre
le dejó conservar del dinero que acepto para ayudarla.
—Nombre
—Imilia Salinas
—Emilia
—No, Imilia; Mi madre no sabía
leer ni escribir y tampoco oía muy bien, ella siempre escuchó Imilia en vez de
Emilia y es el que me puso.
Ante su comentario, no pudo menos
que sonreír. Miró dentro de un sobre, sin contar el dinero su voz áspera
retumbó.
— ¿Esto es todo lo que tienes? ¿Con
esto quieres que encuentre a la cría? Lo cerró y le dirigió una mirada rendida.
—Con esto no tengo ni para
empezar, teniendo en cuenta que es probable que ahora este en un barco
atravesando el atlántico…
—Es todo lo que tengo. —Le
interrumpió.
—Pues no esperes mucho, mejor no
esperes nada. Tramito permisos, os saco de algún lío, y pillo ladronzuelos;
pero esto ya es más grave, esto es tema de la policía, y más aun con esta
limosna.
–He venido aquí porque me han dicho que usted
podría ayudarme, si no puede dígamelo y me
vuelvo al puerto.
—Lo que no sé, es como no te han
trincado ya, olisqueando a cada turista que se sube a un barco y con esas
pintas de pordiosera. Imilia reparó en su aspecto; avergonzada se arregló el
pelo y sacudió su la ropa. El
la observó y no vio mas que a una niña, una niña que ha crecido a trompicones y
ha visto más de lo que debería. Enseguida imagino su historia, como muchas que
ya conocía, historias olvidadas de personas olvidadas, desmadejadas y sin
brillo en la mirada robado por una suerte caprichosa de haberlas elegido para
jugar con un destino sin futuro aparente, más allá de pasarse la vida
mendigando y suplicando, dejando atrás un país con un porvenir menos prometedor
aún que el encontrado.
—Deja eso ahí anda, y ya veré lo
que puedo hacer, vuelve en una semana. —Repuso
—Si señor, muchas gracias señor,
por favor encuéntrela. Antes de cruzar la puerta la detiene.
—Espera, donde vas a ir, si
estamos en medio de la nada. Quédate con algo para que puedas salir de aquí
antes de que me arrepienta.
Los días pasaron lentos y pesados
para Imilia
—Me dijo una semana.
—Ya, ya veo que sabes contar los
días, siéntate.
—No, estoy bien así gracias.
El la observo aun más flaca y
desaliñada que la ultima vez.
—No hay nada seguro, con la
limosna que me diste solo pude comprar rumores, y me sorprendería que fueran
ciertos. Mi teoría es que esa niña habrá zarpado de nuestras costas hace
tiempo, pero ahí va: hay una casa, no lejos de aquí, Rivaonda
se llama el pueblo, a 32 km ,
una casa a las afueras con fachada amarilla y puede ser que tu hija se
encuentre ahí.
Sintió que le fallaban las
piernas e improvisó un asiento en un escalón del despacho.
—¿Y como voy hasta allí?
—Eso ya no es asunto mío, a
partir de hoy nada tuyo es asunto mío. Te advierto que ni es seguro que este
ahí, ni deberías ir sola. No se nada de esa gente, más que los dueños son los
mismos que cuando se construyó. Mi último consejo: ve a la policía y que ellos
se encarguen.
El dinero sigue en uno de sus
bolsillos y el peluche de Inés en el otro. El reloj marca las cinco de la
mañana, por fin va avanzando. Aun quedan dos horas, dos horas de anhelo, y dos
horas de agonía. A través de la ventana un fila de coches aparcados, una verja
rota, un perro dormitando y una farola encendida que alumbra la entrada a una
habitación llena de dudas, miedo, y espera.
“Creo que no mentía, o sí...”, los
pensamientos le asaltan y le nublan por completo “Cuando me abalancé sobre él,
su expresión le delató pero yo creo que no mentía, Dios mío que no mintiera…”
Llego a pie, y llego aturdida, el
miedo de una mano y la esperanza de otra. Permaneció largo tiempo sentada en la
plaza de Rivaonda, sin tener la más
remota idea qué hacer. La noche estaba cayendo, al final de la avenida
principal de baldosas irregulares empezaba una subida empedrada, que
desdibujaba el camino y a lo lejos una casa de paredes amarillas. La podía ver
desde allí sentada, desde la mismísima plaza, y allí podía estar Inés. Se estremecía
como cada noche desde que desapareció, cuando los fantasmas aparecen y se las
apañan para deshacer la
calma. La noche todo lo tuerce, uno pierde el sentido y ahora
con más razones que nunca. Trataba de evadir los pensamientos que se cruzaban
por su cabeza, solo la imagen de Inés teniendo miedo, frío o hambre le
torturaban hasta terminar con su cordura. Y esa falta de cordura fue la que le
hizo abalanzarse sobre aquel anciano que caminaba con prisa atravesando la
plaza, cuando ya casi nadie quedaba en las calles y todo el mundo corría a
refugiarse del frío húmedo que presentaba la noche.
—¡Por favor tiene que ayudarme!
El personaje no daba crédito, su
expresión se descompuso al ver a la chica tendida a sus pies, lloriqueando, con
aspecto abandonado; parecía una niña pequeña totalmente abandonada.
—Tiene que ayudarme me han dicho
que está allí, en aquella casa.
Una mano señalaba la oscuridad ya
presente y la otra no soltaba el pantalón del individuo.
—Tiene que acompañarme, por
favor, a mi sola no me la darán, debo ir con alguien, si aviso a la policía se
estropeara todo, yo llamaré después y lo contare, cuando ya no puedan alcanzarme;
pero por favor, tenemos que ir ahora, ¡tenemos que ver si esta ahí! Le prometo,
no se como, que se lo pagare, por favor venga conmigo —le rogó.
Balbuceaba entre sollozos, apartando
la vista para no ver la expresión de aquel hombre, para no encajar un rechazo,
su baza estaba echada y ella lo sabía.
Aquel hombre se agachó a su altura y le ayudó a incorporase. No hablaba,
ni una palabra. Cruzó con ella la plaza y se adentraron al abrigo de un café a
punto de cerrar sus puertas. El hombre seguía sin articular palabra y ella observaba
su silencio, intentando analizar el porque de esa conducta tan extraña.
—Qué va a hacer, ¿llamara usted a
la policía?
Le condujo hasta una mesa y una vez sentados
por fin habló. Primero pidió algo de beber y luego se dirigió ella.
—Voy a ayudarte, pero primero
tendrás que escucharme.
Ella dejó de llorar y asintió a
la vez que se llevaba las manos al pecho en gesto de agradecimiento.
—No me des las gracias pues es
probable que cuando termine de hablar me odies —le explicó—, Pero ya todo dará
igual. No puedo imaginarme por lo que habrás pasado, solo te pido unos minutos
para contarte una historia; mi historia, la historia de amor que fue mi vida y
después, cuando termine podrás decidir que hacer. Te pido que me escuches y que
confíes en mi palabra, después como te he dicho todo habrá terminado y tú serás
quien decida.
Imilia no ocultaba su asombro y
por fin cierra la boca que había olvidado abierta de puro asombro. Se incorporó
en la silla y escuchó, sujetando su vaso con ambas manos y sin derramar ni una
lagrima más, atendió toda la historia de principio a fin; una historia dura, y
triste, una historia de valor, pero sobre todo de amor. Las palabras de aquel
hombre inundaban el café y narraban su vida llena esfuerzo y de logros, de
calidez y de esperanza, sobre un joven que lucha en guerra de otros y salva su
vida y las de otros; sobrevive al amparo de una fotografía, la imagen de de una
mujer amada cuya promesa de volver con ella otorga valentía y fuerzas para
seguir adelante. Un amor, que le valió para vencer mil batallas en la vida
excepto una, la única batalla que no pudieron vencer juntos y se llevo a lo que
mas querían, la perdida de una niña que abrió un abismo entre dos que antes
eran uno y que les hundió en el más profundo pozo de locura. Un hombre que luchó
pero no consiguió rescatarla de esa demencia que pareció haberse instaurado en
el vació que dejó la niña, el vacío de una vida sin vida, al que su amor se dejó
caer.
Perdió a su ángel y después a ella,
su corazón, Sofía.
—Y ahí entras tú.
Hizo una pausa, bebió un trago de café y siguió relatando su
historia. Imilia le seguía escuchando, ahora con la mirada altiva y
desconfiada. Un cúmulo de emociones y presagios desbordaban su cabeza.
—Fue una mañana cualquiera de un
domingo cualquiera, como otro día cualquiera en el que Sofía no tenía nada que
perder, cuando vio aquella pequeña en su cunita improvisada, a los pies de
aquel puesto de fruta, en aquel mercado atiborrado de gente. No fue consciente de pura inconsciencia que se
llevaba el corazón inocente de un bebé de ojos verdes y dejaba otro destrozado en aquel puesto de mercado.
El anciano poso sus manos en las
manos de Imilia y ella las rechazó desconfiada.
—Las locuras de una mujer solo
otra puede entenderlas —afirmó— y no perdonarlas pues no te pido que lo hagas.
Desde aquel día no he dejado de esperar la llegada a mi casa de cualquiera que
nos la quitara de vuelta y nos llevara de nuevo al infierno, así que estoy
preparado para todo lo que pueda venir. Ya estoy cansado de tener miedo; pero
encontrar en Sofía ese brillo de vuelta en sus ojos…—hizo una pausa, y suspiró—
verla tan feliz estas últimas semanas, hará que nuestro final sea el más dulce… a
costa del sufrimiento que tú has pasado.
Imilia cubre su cara con ambas
manos y niega con la cabeza.
—No teníais derecho…—replica— ¡devuélvela!,
devuélvemela...
Una historia, una promesa y un
vacío, le dejan sola en aquella habitación a la espera de que en unas horas,
justo antes de que amanezca él se la lleve de vuelta. A riesgo de una mentira,
a riesgo de que escapen con ella; una
promesa a cambio de ningún perdón, de cualquier consecuencia que recaiga y será
enteramente asumida.
“A las siete de la mañana, ni un minuto después, cuando haya amanecido
yo la traeré a esta misma habitación y volveré a casa, no nos moveremos de allí
y tú podrás decidir que hacer con nuestro destino, te lo prometo”.
La luz comienza a hacerse sitio
dentro de la vieja habitación, irrumpe descarada a través de la ventana,
descubriendo minúsculas motas de polvo que viajan distraídas a cámara
lenta. Esta vez se acerca a la ventana de
cuclillas, se incorpora lentamente con el cuerpo pegado a la pared y asoma la
cabeza levemente, su corazón golpea el pecho desaforadamente, pudiendo escuchar
ella misma su palpitar retumbando a su alrededor. Una fila de coches aparcados,
una verja rota ahora color rojo oxidado, un perro que vuelve a ladrar a lo
lejos, y una farola aún encendida que mezcla su luz con la claridad del día. Súbitamente
su cuerpo se desploma al suelo al escuchar un estruendo en la puerta.
—¡Abra! —Golpean la puerta— ¡abra la puerta! Mira
el reloj: las siete y diez minutos.
Mónica Montes
Un relato estremecedor, te animo a que sigas escribiendo.
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