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Ilustración de Mikel Casal |
Coincidiendo con el día del libro, queremos celebrarlo con la publicación de los ganadores del V Concurso de Relatos Cortos de Playa Blanca, en esta ocasión vamos a empezar con la ganadora en la categoría de Adultos, ella ha sido Tere Perera, una amante de las letras que ya nos sorprendió con su verso y ahora nos vuelve a enamorar con su prosa. Espero que les guste tanto como le ha gustado a nuestro jurado.
La magia de un Faro
La
lectura como acto de amor (Luz Del Olmo)
Mi abuela no había querido ir a vivir a ningún otro sitio, así que optó
por quedarse en el lugar donde había nacido. Era hija del ordenanza del faro y
aquella isla, minúscula en sus dimensiones, había sido para ella un mundo
inmenso.
No sé cuántas veces le pedí:
—Abuela, ¡cuéntame cosas de cuando tú eras
niña!
Y comenzaba a hablarme con mucho entusiasmo de
sus recuerdos.
—Yo
vivía con mis padres en una de las dos viviendas del faro. En la otra vivían el
farero, su mujer y su hija. Como bien sabes, querida Tindaya, cuando me casé me
fui a vivir al pueblo.
—Abuela —la interrumpí guiñándole un ojo y
sonriendo— no te pregunto a qué pueblo, porque aquí en la isla no existe ningún
otro.
—Me hice amiga de la hija del farero, que tenía
mi misma edad —prosiguió mi abuela—. Su padre nos enseñó a leer, nos daba
clases y ponía a nuestro alcance todo tipo de cuentos. Y no te imaginas cómo nos las
ingeniábamos para subir por la escalera de caracol a lo más alto del faro, ya
que su padre no nos dejaba. Cuando esa familia se fue de la isla porque habían
automatizado el faro, dejó todos sus libros en la casa junto con la llave para
que yo pudiera leer mientras mis padres hacían su trabajo. A diario, me llevaba
los libros a mi habitación y me sentaba en una estera de hojas de palmera, los
leía y los volvía a leer. Luego los colocaba otra vez en su sitio. Entre esos
libros leí el de un pequeño príncipe, que me cautivó. Tindaya, todo esto que te
cuento, me trae a la cabeza una frase de ese libro: Todas las personas
mayores han sido primero niños.
También mi abuela había sido niña y yo la
imaginaba correteando con su amiguita por aquel paisaje seco, casi desértico,
escuchando día y noche el timple sonoro del mar.
Me crié con ella en el pueblo y, con los años,
descubrí que su paciencia no tenía límites: me enseñó los trazos, me
leía cuentos y, otras veces, se los inventaba. Miles de historias corrían sin
parar por su cabeza. Aún recuerdo la de un
lobo marino de carita tierna que, según me dijo, se acercó a la costa y todos
corrían a verle; la de un pájaro que quedó
prendado de la luz del faro e hizo su nido en lo más alto de la torre; la de una
lapa majorera que no quería desprenderse de la roca; la del polluelo de pardela
que no podía volar, y así muchos cuentos que aún parpadean en mi memoria.
Ustedes no creerán que cuando me contó lo de los murciélagos que cuidan los
libros en una biblioteca de Portugal, yo pensaba que la abuela se había vuelto
majareta, pero es real como la vida misma.
De niña, algunas veces me encontraba entretenida mirando los cabosos en
la charca. Ella no me perdía de vista y, al rato, se acercaba y me cogía de la mano mientras me cantaba: "A correr a correr, es la hora de leer".
Entrábamos en la casita, cogíamos el libro y nos sentábamos en el banco de
piedra situado en el exterior. Me decía que dentro
de los libros nos esperaban las palabras, que querían salir volando como
vistosas mariposas para llegar cuanto antes a su destino. Con sus ojos, azules como el mar,
desnudaba los libros completamente. Las palabras eran granos que
brotaban de su boca y empezaban a germinar repletos de
magia. Las tardes de lectura con mi abuela no las cambiaba por nada. Y, ¡cómo
nos reíamos a carcajadas con La cabra cabreada, de Gloria Fuertes, por
haberse comido el bonsái de su dueño! Me
leía un ratito cada día y, más adelante, cuando ya aprendí, yo también leía. No
hacerlo era como saltarme las horas de juego o el refrescante baño en aquellas
aguas turquesa en pleno verano.
—Abuela, ¿recuerdas cuando hacíamos de posaderos y manteábamos aquel
muñeco regordete con un paño de cuadros
azules y blancos que tenías guardado en la cómoda?
—¡Cómo no me voy a acordar! Sí, eso fue después de contarte el episodio de Sancho Panza con los posaderos:
querías mantear al muñeco una y otra vez. Creo que lo teníamos más que mareado.
Todas esas anécdotas creo que aún las recuerdo porque mi abuela me las
contaba una y otra vez, ya que es
imposible que pueda acordarme de tantas cosas.
Cuando terminé mis estudios en la isla Grande, me quedé trabajando en una
oficina. Siempre tenía en mi cabeza a la abuela; ella me decía que no me
preocupara, que estaba bien y que se sentía muy orgullosa de mí. Pero yo
pensaba en ella y en mi pequeña isla. Recordaba las
palabras del Principito que ella me repetía alguna que otra vez: Fue el
tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante.
Con los años, una ceguera silenciosa —aunque no
total— causada por la diabetes le
impidió disfrutar de uno de los placeres de su vida: la lectura. La afectaba también en su vida cotidiana, en
la que no podía desenvolverse con normalidad. Mi cabeza daba vueltas y más
vueltas pensando cómo podría ayudarla.
Y vi claro que yo le podría proporcionar
precisamente las dos cosas que más le entusiasmaban y que más necesitaba en ese
momento: mi tiempo y la lectura. "Como sea, tengo que leer para
ella", me dije a mí misma. Y me comprometí a hacerlo. Pedí tres meses de
excedencia en mi trabajo y me lo concedieron.
Al
regresar a la isla, vi a la abuela refugiada en su sillón, muy pensativa, con
las manos juntas y los dedos entrelazados mientras movía los pulgares. Ya no
tenía la sonrisa de antes. Al verme, me apretó entre sus brazos. En una esquina
de la habitación se encontraba su bicicleta paralítica, esa que ella pedaleó
durante mucho tiempo y que yo también usé muchas veces. Llevaba allí unos
cuantos años. Viendo la realidad de su situación, ideé un plan: además de
acompañarla, charlaríamos sobre momentos
pasados y de "sus cosas". Cada tarde le dedicaría un buen
rato a la lectura de un libro en voz alta.
Sabía que, recientemente, una sala de la
vivienda del faro se había convertido en biblioteca con los libros que dejados
por el último farero, más otros que habían aportado escritores e instituciones.
Así que me encaminé hacia el faro. Al entrar, noté el olor a humedad pero también el aroma a
historias. La bibliotecaria, con un trato exquisito, me llevó a una sala, que
era una de
las habitaciones de la casa donde habitaron tiempo atrás los torreros
destinados a trabajar en el faro. ¡Lástima que mi abuela no pudiese ver cómo
había quedado! Paseé entre unas estanterías de libros ordenados y ojeé sus
alegres lomos; al fondo, vi algunas
cerámicas que le daban a la sala un toque especial. Entre ellos, los ejemplares
de algún farero y también los de hijos y nietos de otros. Unos poemas adornaban
los espacios libres de la pared. Aquella biblioteca proyectaba una luz como
si se tratara de un faro encendido que
ayuda, noche tras noche, a los barcos
que cruzan estas aguas.
Me decidí por un ejemplar de Josefina Plá, aquella escritora nacida
en la isla, que se fue a vivir al
Paraguay. Se lo llevé a mi abuela, que lo cogió con cuidado y lo llevó a su
pecho. A continuación, echándose hacia adelante, como esperando algo, me lo
devolvió. Se quedó en silencio, aguardando mis palabras. Inicié la lectura y
ella se fue sumergiendo en aquella historia fascinante. Fue entonces cuando me
regaló su sonrisa llena de colores. Le comenté cómo había encontrado la biblioteca del faro. Y
no paraba de preguntarme en qué sala habían instalado la biblioteca, si a la
derecha o a la izquierda.
Pasados unos días, volvimos a hablar de la
biblioteca del faro y noté en ella mucho interés: diría que quería visitarla...
Mi cabeza no dejaba de pensar en ese deseo de mi abuela, mientras caminaba
entre aquel curioso paisaje para llegar al otro extremo de la isla. Y pensé en
cuánto tiempo ahorraría si tuviese una
bicicleta, ya que en toda la isla no se permitían vehículos a motor, salvo en
casos muy especiales. La bibliotecaria iba y venía cada día, del puerto al
faro, en su bicicleta. Y abandonaba la isla en el último barco. Le entregué el
libro y le pedí que me enseñara todos los que tenían de esa autora. Me comentó que también había otros de un
nieto de uno de los fareros. Elegí dos y me encaminé hacia el pueblo.
Antes de sentarnos a leer, aquella tarde, quise que mi abuela estirara un
poco las piernas mientras hablábamos.
—Abuela, ¿dónde quieres que vayamos hoy?
—Tindaya, al lugar que me gustaría ir, tú no puedes llevarme. Así que,
caminaremos por aquí cerca —dijo mientras
levantaba la mirada como quien quiere ver algo a lo
lejos.
Le pedí que se agarrara de mí. El contacto con
mi brazo le bastaba para desenvolverse con más soltura y juntas avanzamos
por las estrechas calles de arena y
paseamos por los alrededores del pueblo, cuyas casas —blancas y de puertas
azules— estaban organizadas como un puzzle mal
encajado. La luz del sol penetraba en las transparentes aguas turquesa,
un poco más allá. No apartaba de mi mente la ilusión que le haría a mi abuela
volver al faro, pero no sabía qué podía hacer para llevarla. Ese día, el mar
frente al pueblo estaba en calma y en el puerto había muchos barcos pesqueros
varados. Y, de repente, me vino una idea
a la cabeza, de manera que tuve que morderme la lengua para no gritar: "Ya
lo tengo". Al pasar cerca de las rocas, percibimos el olor del pescado que
los marineros habían tendido sobre las piedras. Continuamos caminando y
llegamos cerca del embarcadero. Le dije a mi abuela que se sentara un momento a
la sombra y
me fui a hablar con uno de los trabajadores del barco que se encontraba
atracado allí y que yo conocía bastante bien. Hablé con él y le hice un
encargo. Luego, las dos regresamos a
casa.
Cada vez que se acercaba la hora de la lectura,
veía a mi abuela más animosa. Como siempre, nos sentamos en el banco de piedra,
que tenía unos cojines como respaldo. Mi abuela seguía siendo esa niña que
esperaba su regalo cada tarde. Con la lectura parecía olvidarse de sus
problemas, de su ceguera, de sus dolores y de todo. Escuchaba con atención lo
que yo le estaba leyendo. Sonreía. Me cogía las manos y las acariciaba. ¡Y yo
estaba tan feliz leyendo cada día para ella durante aquella hora!
Junto a esos ratos de entretenimiento, por
supuesto, había otros que implicaban esfuerzo: ayudarla a preparar la comida, a
ir al aseo, ayudarla a vestirse, acompañarla a la cama...
—Un día me iré para siempre y solo te quedarán
mis recuerdos —me decía muy segura.
Ella sentía
mi cariño, aunque, en realidad, yo la adoraba. La recordaba algunos
años atrás, fijando su mirada en el cojín de las rosetas mientras sus manos las
elaboraban para luego enviarlas en aquel barco que araba las olas hacia la isla
Grande o almidonando mis vestidos con aquellas planchas de hierro.
El día que llegó el encargo, y supo de qué se
trataba, la abuela sonrió de verdad por primera vez después de mi llegada.
Había encargado al trabajador del barco una bicicleta de segunda mano para dos.
Sin yo decirle nada, vi como la abuela se arremangaba la falda e intentaba
subirse. Ella se sentó detrás. Entonces iniciamos el sendero. Aunque el mayor
esfuerzo recaía sobre mí, era superdivertido compartir aquella bicicleta y nos entró un ataque de risa
cuando intentamos coordinarnos, porque a mi abuela le costaba, y mucho. Nos
bajábamos y volvíamos a subir. Hacía mucho tiempo que la abuela no pedaleaba ni
se reía a carcajadas. El alisio nos daba en la cara mientras disfrutábamos
juntas de la sensación de pedaleo. Aquella vista me apasionaba; lástima que la
abuela no pudiese verla con claridad. No le había dicho nada, pero ella sabía
hacia dónde nos dirigíamos. Pedaleábamos con esfuerzo, lentamente, y cada vez
avanzábamos un poco más. Pero al rato notamos que algo no iba bien. Nuestra
ruta se interrumpió de repente, pues la cadena se quedó atascada. Por un
momento pensé que quizá no había sido buena idea llevar a la abuela al otro
extremo de la isla.
—Déjame a mí —dijo ella muy dispuesta, bajándose de la
bicicleta.
—Abuela, que tú no puedes.
Y estuve a punto de decirle que ella no veía
bien.
—Hija, no te imaginas cuántas veces hice esto.
No es la primera vez que la cadena atrapa el vuelto de mi falda.
No sé cómo, pero ella liberó su falda —algo
deshilachada— de la cadena girando con mucho cuidado el plato y la rueda
trasera, y colocando de nuevo la cadena
en su sitio. Se limpió después las manos grasientas en un clínex que le
ofrecí y continuamos nuestro camino, como si fuéramos una sola.
Allí, en lo alto, se encontraba el faro. Al
llegar al pie del promontorio, dejamos la bicicleta apoyada en una roca y
subimos la cuesta caminando. En el patio nos recibió una bocanada de aire
fresco, que llegaba del mar. Sus ojos se habían aguado y su voz era más frágil.
La emoción la embargaba, pues esa era la primera casa que consideró como suya.
Se frotó los ojos como si con ello pudiera verlo todo con claridad.
—Aquí fui muy feliz —dijo soltando un suspiro.
En su
cara se veían las arrugas de los años, que se le quedaron como un hermoso
regalo, pero la veía segura. Contuvo la respiración y comenzó a andar sola por
la sala. Tocó los libros con sus manos. La bibliotecaria se quedó mirando sin
decir nada. Luego le ofreció sentarse en uno de los sofás, pero ella seguía
rastreando el sonido de la vida de aquella sala convertida en biblioteca. Allí
había recibido sus clases, allí había leído un montón de libros: aquel lugar
era mágico y dejó de ir porque le quedaba lejos y ya no podía usar la bicicleta. Pidió un libro a la bibliotecaria.
Esta lo buscó y se lo entregó.
—Tindaya, pasa las páginas despacio—me ordenó
entregándome el libro. Y así lo hice. Dentro descubrí el dibujo a bolígrafo de
una niña.
—Abuela, pero... ¿quién hizo esto?
—Fui yo. No me irás a pelear ahora, que
bastante reprimenda recibí del farero aquel día. Yo quería dibujarme al lado de
la rosa para cuidarla cuando el Principito no estuviera.
Devolvimos el libro y sacamos otro que tenía un
monje tibetano en la portada. Al salir, bajamos muy despacio, como quien se
despide por última vez y no quiere alejarse. Dejamos atrás el faro y nos
entregamos a continuar pedaleando. Mantuvimos el silencio casi hasta llegar al
pueblo. La abuela parecía sobrecogida por los recuerdos de aquella casa.
Al poco tiempo de esa hazaña, un día amaneció la isla con nubes
muy oscuras. Y esa misma oscuridad penetró en la casa porque, al llegar la
noche, la luna no deseó asomarse. La abuela en todo el día no quiso abandonar
su cama. Sentí su fragilidad, su capacidad de movimiento se fue deteriorando a
pasos agigantados y necesitaba mucho más de mi ayuda. Iba viendo cómo su vida
se apagaba. Los últimos días intentaba imaginarla arrullándome con su voz,
hablándome con ternura de lo que sintió Juan Ramón con la marcha de Platero.
No terminé de leerle el libro, porque dos días
más tarde el destino quiso que tomara su barca y nos dejara. Yo continúe esa
lectura en su honor al regresar a la isla Grande porque quería conocer cómo
continuaba aquella estremecedora historia de Palden Gyatso, que tanto había
intrigado a mi abuela.
Ahora sé que,
aunque se haya ido, seguirá siempre a mi lado, disfrutando a través de mí de la
lectura. Solo desearía poder transmitir ese legado que a ambas nos hizo tan
felices y del que aún sigo disfrutando siempre que un libro cae entre mis
manos.
Tere Perera